El pasado jueves se constituía la Comisión que elaborará la Reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal. Al tiempo se hacia publica su composición, la cual está presidida por el magistrado del Tribunal Supremo Manuel Marchena Gómez, e integrada por Jacobo López Barja, Antonio del Moral y Jaime Moreno. Y de la que también forman parte la portavoz del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), Gabriela Bravo, junto con los catedráticos de Derecho Luis Rodríguez Ramos y Nicolás González-Cuéllar.
El Ministro de Justicia, Alberto Ruiz Gallardón, ha asegurado que la reforma quiere «luchar contra la creciente inseguridad jurídica», delimitar las atribuciones competenciales entre jueces y fiscales, instaurar la doble instancia penal, regular el sometimiento a plazo del secreto de sumario, incrementar el control de las intervenciones telefónicas y regular adecuadamente la fase de instrucción.
Además, se busca que la nueva regulación incorpore la doctrina que en materia de derechos fundamentales han sentado el Tribunal Supremo, el Constitucional y el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, así como que regule «con mayor precisión» el ejercicio de la acusación particular, los recursos o efectuar un revisión de los actuales supuestos de aforamiento y del sistema de ejecución de sentencias, entre otros.
Esta declaración de intenciones deja abierta dos de las cuestiones que más relevancia tienen en la discusión doctrinal, cual es el sistema de instrucción por el que se debe de optar, pues si bien la exposición de motivos que ha llevado a la constitución de la comisión parece centrarse en la necesidad de delimitar las competencias entre Juez y Fiscal, y en “regular adecuadamente la fase de instrucción”, nada se dice si esa regulación adecuada comprenderá una reforma integral de la fase de instrucción que conlleve la atribución de la función instructora al Ministerio Fiscal y la creación del Juez de Garantía.
La timidez del enunciado en el elenco de fines nos aventura a reformas parciales en esta fase de instrucción y no a una reformulación del sistema, atribuyendo esta fase instructora al Ministerio Fiscal. Las declaraciones tendentes a destacar las dificultades económicas y presupuestarias, unidas a la dificultad que tiene el ministerio de precisar el final de este largo recorte presupuestario, nos llevan a pensar que no se abordará una reforma plena, basada solo en planteamientos técnicos, sino que se postergará esta atribución a tiempos de mayor bonancia económica.
Siempre que se plantea esta reforma en el modelo de instrucción se pone de manifiesto la necesidad de transformar la oficina fiscal, con la incorporación de un mayor numero de personal, y la ampliación de las dependencias físicas de asentamiento de tal plantilla, con las consiguientes reformas estructurales que habría que realizar en los edificios judiciales.
Junto a esta alegación, también se pone de manifiesto la necesidad de ampliar al plantilla del Ministerio Público en un 50%, cifrando la necesidad de más de 1.000 nuevos fiscales. Cifras estas que no parecen muy admisibles, si se tiene en cuenta que en España la totalidad de los Juzgados de Instrucción exclusivos no alcanza esa cifra, y que prácticamente cada uno tiene atribuido un fiscal, por lo que no parece descabellado que si un solo juez se ocupa de la llevanza de un juzgado de instrucción, sea suficiente con destinar un fiscal a cada uno de estas nuevas oficinas.
Lo que si parece una necesidad ineludible es terminar con la multiplicidad de procedimientos que cohabitan en el proceso penal, debiendo reducir los seis procedimientos actuales, en un máximo de tres, según atiendan a la instrucción de delitos o de faltas, o tengan e caracter de urgente.
También seria oportuno limitar temporalmente la instrucción penal, tal y como existe en numerosos países, pues no me parece admisible mantener abiertas instrucciones durante años, con la carga que supone un proceso penal para quien figura como mero imputado, si luego esa imputación no se concreta en el procesamiento.